Al doblar la esquina
La primera sensación de libertad surge de la inconsciencia, un primer
acto reflejo que avisa de los pálpitos siguientes, la dormida permanece aún
en un interior vago que precisa de un ruido o de un susto para despertar del
todo y aterrizar en el mundo de los vivos; solo fue doblar la esquina, acaso
sin mirar ni ver ni oír ni prestarle atención al murmullo o al silencio, solo
doblar la esquina y sorprendernos la vida como si de ella saliera un relámpago que estuviera esperándonos para hacernos la idea de la existencia o
para mordernos la lengua para adivinar o simplemente saber que aquello
nuevo era la realidad, lo anterior formaba parte del sueño o de la fantasía.
En efecto: la mugre organizada, el tenderete de los comerciantes, la
parsimonia del aire, la prisa de los hombres, el cartel del candidato, el árbol
moviéndose, la plaza vacía, el vendedor de cupones anunciando el premio
del viernes, los bancos con sus alarmas y sus empleados con trajes, el
mendigo que solicita una limosna nueva para un café distinto, los comercios iniciando la jornada de otra desesperanza, la música de la fuente...todo
estaba en su sitio romo compaginando con la lealtad de los días precedentes, como si solo hubiera ocurrido el tiempo, como si la libertad de hoy
fuera un calco de la de ayer y de la del miércoles pasado, una libertad igual
de condicionada y tan exactamente idéntica a las realidades como opuesta
a los sueños.
Ganas dieron de volver a los espacios íntimos a reservar la imaginación
para no gastarla en este transcurso debilitado por la rutina que traía más
desolación que alegría. Las sorpresas también estaban en el ambiente lógico y en la figura del espacio había desaparecido el incordio de vulgaridad
para dar paso a una emoción, ¡una emoción!, qué cosa más extraña por esta
precaria sociedad tan poco dada a los sobresaltos estimulantes; se hizo una
emoción aquella mañana de otoño cuando el empuje nos hizo entrar en la
vida al doblar la esquina, unos jóvenes ataviados de jóvenes, con aspecto
normal y sin datos que les identificaran con los locos del día, recitaban versos y regalaban octavillas con poemas a todos los viandantes que se agolparon para atenderles. Estaba la vida en un formato nuevo, en la misma
ciudad de siempre, sólo por
unos versos.
Ramón Llanes. EL CAJÓN DEL SASTRE
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