EL
PASO DE LAS LUCES.
Mira,
América, estaba a punto de ser lunes
en
aquel domingo por la tarde
que
fuera después de un sábado tardío,
ya
sabes, la línea opaca del horizonte sin mimbres
que
llenaba de piedras
el
paso de las luces que se iban.
Era
como estar cercando la sabiduría del placer
y
llegaron los focos enfilando los labios,
el
esplendor de un tiempo de ardores,
llenando
los cristales de claridad indeseada.
Dije
que nos iluminaba la noche,
dijiste
que si la luz se volvía,
que
si la luz se torcía,
que
si la luz se tornaba,
y
oíste que empezaba otra vez la sombra
para
gemir con pasión.
Mira,
que se quedó luego la voz de los besos
en
un silencio de fronteras,
acaso
mirando la luz furtiva
que
nos pasaba a los ojos la imprudencia.
Y
era, resulta, el aviso de la nada,
que
se retorcía de envidia por los roquedos del crepúsculo
y
resolvía su morbo queriendo desear
a
quien yacía tras los brazos,
erguida
mujer en complot con la vida
o
con la libertad de tocar todos los placeres
o
con la calma de sentirse infinita
por
un halago que esperaba.
No
fuera a parecer
que
a la cima de santidades, como dicen,
llegaras
mujer a endemoniar los ocasos
sino
que, al contrario,
todo
se temía más noble que nacer,
más
inmenso que correr
a
las alas del olvidado sombrero
que
dormiría inquieto con ganas de un respingo.
Así,
volvió la noche
sin
caer en su cuenta de nosotros.
Ramón
Llanes.
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