EL PUCHERO
El
puchero de madre tiene todos los sabores agradables de los alimentos y repara
las cicatrices que deja la noche en la estampa del cuerpo y en el suburbio del
alma, así que sin ser una pócima mágica solo alcanzable por seres de élites,
llena de contenido una ansiedad perecedera y avisa de las calamidades
existentes en el alrededor; es el placer que la naturaleza y madre ponen en las
bocas agnósticas a tanto diseñado arte culinario y concede la fuerza digestiva
para hacer frente a las mil caras que presenta la tarde en días de calor y en
tiempo de truenos.
Cuentan
las leyendas más severas de su poder salvador en épocas de hambruna y de sus
facultades para sobrevivir a las circunstancias adversas de las modas y las
evoluciones en esto de la gastronomía, permanece el puchero en la ternura
caldosa de su impronta casera, acaso la luz semiabierta de la cocina pendiente
del deleite, la mirada siempre insinuante del gato, la consejería eterna de
madre en la silla de al lado, el humo de padre sofisticando el ambiente, los
hermanos inquietos y los ingredientes de vida haciendo de un cuerpo débil,
adormilado y pusilánime, un hombre de altura creyendo en metas y sueños
mientras es devorado el último hálito de elixir que el espejo del plato
vislumbra en la postrera faz del fondo vacío.
Amar
la costumbre orgánica que los antepasados emitieron como un talón al portador
de longitud infinita, arte de cocina y tiempo, amar hasta dedicarle el
monumento más útil y hacerle un hueco en la asignación como patrimonio de la
más humilde humanidad por haber contribuido a la felicidad de los pobres en
todos los tiempos y haberle ganado el envite a tanta dificultad. El puchero es
la hacienda de madre, la herencia de madre, el calor de madre para resolver las
insignificantes dudas de la imaginación alimenticia. En su honor se explican
las cosas pequeñas con la grandeza de las palabras.
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