EL SONAJERO
Siempre fue niña de pocas amistades,
pocos juegos, poco hecha a las costumbres de la calle y de las correrías de su
edad. Se amaestraba sola en su cuarto, con ventana de cuarenta por cuarenta
requetepintada de un gris sombra imperfecto, paredes color agua-mar gastado,
muebles de formica imitando un caoba de droguería y espejo con cornucopias de
pan de oro. Para su colmo, mamá le decoró el armario con fotos grandes de
paisajes de nieve y reinaba en la mesilla ella misma de primera comunión, con
rosario y libro en mano y soportando una sonrisa de niñez que jamás volvió.
Quince años, esbelta, rubia de nacimiento, Mónica representaba el único
discurrir en la herencia familiar de una familia bien, que se ganó sustento y
riqueza atrincherando vicios en los demás. Qué decir, qué importa, hacendada y
arropadamente importante en los contextos sociales de la ciudad, con piscina,
barbacoa, vistas al mar y cuatro bonos indefinidos para cualquier cena, acto,
procesión, tertulia o bacanal.
Así, el psicólogo de turno, erudito y
caro, no encontraba razón para que Mónica pudiera ser de otra forma. Los genes,
decía, influyen en los comportamientos con menor fuerza que el propio ambiente.
Crearon a la niña que quisieron, no la hicieron mujer, encasillándola en esa
media pubertad de caprichos y respondiendo ella con la sabiduría del exceso de
mimo. No pocos sustos traía de la escuela por tantos rechazos de los compañeros
y por tantas extravagancias retorcidas de la niña que en ocasión para olvidar
pretendió comprar las trenzas de una de ellas, apostando que lo haría merced a
su poderío, más de orgullo que de dinero. Consiguió que dos cómplices pagadas
cortaran las preciosas trenzas en un recreo oculto y que la niña volviera a
clase con signos evidentes de violencia y amargamente compungida y triste. Mamá
subsanó aquella posible expulsión con una merienda para todo el colegio en su
jardín de Villa Mónica. Lógico.
Entre sus facultades sobresalía una
cierta belleza, del estilo de las muñecas antiguas de porcelana, y un no menos
extraño sentido del humor con gracejo que se complementaba con su carácter
alegre y su espíritu desprendido. De los juguetes de la cercana niñez, solo
conservó el sonajero que madrina puso junto a la cuna el día de su bautismo, en
la santa iglesia catedral por supuesto, y una cinta roja que usaba para recoger
los hilos delicados de sus cabellos lacios. Otros juguetes fueron para ella
pasión de horas y ocasión de enfados después del rancio gozo.
El sonajero era su concha de mar. Lo
hacía gemir o cantar, llorar o hablar, según el postín de su estado de ánimo y
lograba arrancarle el sonido deseado a través de movimientos usuales y de palabras pueriles.
Le trataba con suma ternura, impropia
de una niña supuestamente acomplejada, y atendía en claves de pura romántica
esa esbeltez de quince años tontos, más parecidos a un remilgo adelantado que a
un proyecto de mujer. Sonajero en mano oía las rumias de la mar, los caracoles
de las ventoleras lejanas, la música de un concierto en Praga o una parábola.
Una parábola en el hebreo de la época por un Cristo real que ella entendía.
Sabía leer las notas del diario de Colón en sus travesías o los discursos de
los sabios griegos con la misma facilidad que atendía las clases de su señorita
o del profesor ronco de literatura.
Jamás confesó sus descubrimientos hasta
que en desagravio a otra de sus travesuras de estudios, ( aquel día de su
comentario en clase sobre la necesidad de asignársele un pupitre para ella sola
abonando su precio), se atrevió a aprovechar la tarima para reconocerse
prodigiosa y proponer experimentar, no sin saña, un número especial y único que
haría las delicias de los asistentes y supondría el más grande de los hechos
ocurridos en la historia de aquel colegio y de aquella ciudad.
Reprobada por algunos, aceptada por
otros y agnósticos todos al milagrito
resolvieron con voto secreto acceder a
la propuesta circense entre dudas, abucheos y aplausos ( los menos),
para la improvisada actriz, más acostumbrada a las notas de horror y despecho.
La función comenzaba. Mónica hizo
atenuar la luz que se metía por los ventanales, juntó las manos como en un
ritual de muerte, solicitó un silencio sepulcral, agachó levemente la cabeza,
cerró los ojos y ante la atención de todos y el pavor de muchos, anunció
recorrer campos de batalla trasladándose a la segunda guerra mundial. Cuando
pasaron unos minutos de trágica y sorda expectación, meció con estrépito su
sonajero y, en un estruendo de cuadrafonía, se oyeron en la clase bombas y
fusiles, aviones y tanques de tal manera que asustaron a los presentes sin remisión a continuar atendiendo
al espectáculo. Mónica rió con fuerza una y otra vez, arrancando el miedo en la
concurrencia, moviendo con coraje su sonajero, gritando, lanzando vítores de
guerra, anunciando terror y destrucciones, devastación y miseria.
Cuando despertaron de una pesadilla
real los cascabeles del sonajero se perdían esparcidos por el suelo trémulo de
la estancia y Mónica lloraba en un rincón con los ojos estrujados y el pelo
perdido, envuelto en un
montón de billetes falsos.
Ramón Llanes
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