EL RELOJ
Sonó en la torre como un aullido y ofreció una a una sus campanadas al aire con la melodía de su constante inquietud; oyeron los pájaros la música en la solitarias dehesas y en los colmados del tiempo, desde la nitidez mágica y barroca de aldaba llamadora y regia. Y así, ocupándose de las estrategias insólitas de los pasos de las horas, pendiente solo de un presente instantáneo y de una locuaz canción, el reloj pone marca a la existencia.
Al pasar, los hombres se detienen para dedicarle una mirada de fidelidad o de rencor, según les fueran las vidas en inclemencias o según descubrieran sus arcanos guardados en las techumbres del silencio. El reloj no determina las pausas del viento ni siquiera cree en el futuro, se limita a medir lo que va pasando frente a sus ojos con solvencia y tesón, con exactitud. Cuenta, así, las vidas de quienes no la previenen; distribuye las jornadas, manda levantarse y ordena dormir con la misma entonación en su voz, con idéntica fe en la necesidad de sus golpes.
No ha inventado el progreso un analgésico o acaso antídoto relevante contra la impersonal realidad del reloj, que cubre el mundo y lo entretiene sin importarle la tormenta. Le hemos visto siempre, sin ansias, sin prisas; olvidado de lo estentóreo, lo banal o lo sublime; nadie aún le puso precio a su cambio de rumbo, a su retraso o a su simple golferío. No le vimos descender a la fantasía en un rato de celebración o colaborar en aliviar una pena, el reloj es la manera menos irritante que hemos inventado para disciplinarnos en vivir.
Ramón Llanes.
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