COSAS DE LA CALLE
Suele la calle guardar pedernales humanos que se restriegan por ella como el viento y van dejando esas gotitas de normalidad o extrañeza que la hacen cada vez más poderosamente agradable. No sé si fuera ayer o hace quinientos años que encontré a mi paso por una calle del mundo a un hombre agarrado al móvil que vestía la impecable manera del traje perfecto a juego con su idea ejecutiva, llevaba un maletín de cuero marrón, una corbata verde de tiempo, unas gafas sin montura y una incipiente calva, hablaba desde una cima de hostilidad, gritaba hasta con los ojos y denotaba un inmenso grado de insatisfacción e infelicidad.
Como ocurren las cosas de la calle, al poco rato de la anterior escena -yo permanecía quieto y observador en el mismo lugar-, camina un hombre joven, quizá poco más de treinta años, que ocupaba la parte más sombría de la acera, reía a su ritmo y mostraba solo para su adentro una cara de infinita felicidad. Este hombre -también de este mundo- vestía con harapos y con señas de haberse bebido todo el relente de la noche.
No he sido capaz de averiguar los estados de ánimos de cada uno de ellos ni siquiera he pensado en esta paradoja de la calle por eso se me ha ocurrido contarlo. Vosotros allá.
Ramón Llanes.
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