AL ENCUENTRO DEL MONTE FUJI
(Presentación)
“No somos tiempo, somos memoria”, es la definición que el
poeta interesa para “franquear diez mil puertas hasta la cumbre”, una osadía
capaz de proponerla exclusivamente el hombre de los versos arrítmicos, ácratas
y poderosos con sus semejantes, sintiéndose más un encuentro que una búsqueda.
Durante el poemario -que simula una vida- el pensamiento llega en infinidad de
ocasiones al Monte Fuji, siempre está llegando, unas se observa en la cima, otras
se emociona escalando, el camino casi no interesa, él sabe que “el universo es
finito” y que le llegará su hora de decadencia.
Lo importante no es la llegada, es la descripción del deseo
desde su óptica de blancura y lejanía, como si estuviera recorriendo su propia
voluntad porque el viaje es una bucólica obra de intimismo. “La senda hacia el
interior recóndito hasta la vieja laguna del alma al pie del platanero”. Lo
reconoce en su afán por ocultarse para que el alba siga siendo la expectación
que “así el dolor es menos dolor”. El poeta se recrea en la belleza de las
palabras que aprende como consecuencia de su aventura a su Fuji personal que
simula una Ítaca esplendorosa.
El Monte Fuji es una simbología japonesa y viene a
testimoniar muchos de los valores de los seres que lo contemplan con agrado
conociendo su excelsa bondad, su quietud y su protección, de igual manera el
poeta se erige en explorador y contemplador al mismo tiempo para convencerse si
en verdad “el universo genera el vacío mientras
se expande aceleradamente”, es su misión tener más detalles del Fuji que
es su universo o del alma que es su Fuji o del universo que es su alma.
Dicotomía variable según el momento de la visión pero que trasciende en lo
bello y en lo sublime.
Estamos ante la sorpresa de un poeta que sale al encuentro de
su mundo interior, que se desvanece con la grata verdad de la senda, que luego
desembarca en el suelo cercano, se
alimenta de recuerdos y practica su lírica para afinar versificando que “ de
estos árboles donde estuvo Dios otros extraerán madera”; mirad cada término
comparativo, cada palabra, cada postura, cada mensaje; todo un cúmulo, -miradlo-
de paseos por la identidad suya que se atreve a trasladar a la osadía del Monte
Fuji por si acaso allá pudiera encontrar cuanto en la esfera de su finito
universo plácido no encontró, o si. El poeta no pasaba por allí ni iba de paso
ni se encontró casualmente con el Monte, lo tenía bien pensado, era un sueño de
bienestar, de desahogo y de ganas de contribuir a la belleza estética de la
forma de encontrar algo, aunque fuera su propia existencia.
Y lo trae a esta resumida atención de sus olores a palabras y
le da rigor a sus vocablos y habla de ángeles, de cerezos, de lunas de agosto,
de salmodia, de la casa del té; y cada YAKUSHIMA, SAKURA, MIJIKAYO, KAMI,
TANCHO, traslada a sus conceptos occidentales, a sus tramas y juegos de niño y
de hombre y para más dotarlo de estética le dibuja tiempo en sus hojas con una
garza, un paisaje, unas puertas y el Monte en su plenitud de expresión unívoca
de su búsqueda. Y le resulta una bella sucesión de versos que al entendimiento de quienes amen el
sustrato original de estas alegorías parecerá un encuentro con lo sutil, lo
íntimo, lo lírico, lo pasional, lo suyo.
El poeta alcanza su pedestal porque se arropa en su premisa
encontrada que ha manoseado durante el poemario de su vida: “no somos tiempo,
somos memoria”. Y nos deja con la boca abierta y no sabemos qué más añadir.
Ramón Llanes.
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