RAMÓN LLANES

BLOG DE ARTE Y LITERATURA

domingo, 3 de marzo de 2024

EL SONAJERO

 


             EL  SONAJERO

 

         Siempre fue niña de pocas amistades, pocos juegos, poco hecha a las costumbres de la calle y de las correrías de su edad. Se amaestraba sola en su cuarto, con ventana de cuarenta por cuarenta requetepintada de un gris sombra imperfecto, paredes color agua-mar gastado, muebles de formica imitando un caoba de droguería y espejo con cornucopias de pan de oro. Para su colmo, mamá le decoró el armario con fotos grandes de paisajes de nieve y reinaba en la mesilla ella misma de primera comunión, con rosario y libro en mano y soportando una sonrisa de niñez que jamás volvió. Quince años, esbelta, rubia de nacimiento, Mónica representaba el único discurrir en la herencia familiar de una familia bien, que se ganó sustento y riqueza atrincherando vicios en los demás. Qué decir, qué importa, hacendada y arropadamente importante en los contextos sociales de la ciudad, con piscina, barbacoa, vistas al mar y cuatro bonos indefinidos para cualquier cena, acto, procesión, tertulia o bacanal.

         Así, el psicólogo de turno, -erudito y caro-, no encontraba razón para que Mónica pudiera ser de otra forma. Los genes, -decía-, influyen en los comportamientos con menor fuerza que el propio ambiente. Crearon a la niña que quisieron, no la hicieron mujer, encasillándola en esa media pubertad de caprichos y respondiendo ella con la sabiduría del exceso de mimo. No pocos sustos traía de la escuela por tantos rechazos de los compañeros y por tantas extravagancias retorcidas de la niña que en ocasión para olvidar pretendió comprar las trenzas de una de ellas, apostando que lo haría merced a su poderío, más de orgullo que de dinero. Consiguió que dos cómplices pagadas cortaran las preciosas trenzas en un recreo oculto y que la niña volviera a clase con signos evidentes de violencia y amargamente compungida y triste. Mamá subsanó aquella posible expulsión con una merienda para todo el colegio en su jardín de Villa Mónica. Lógico.

         Entre sus facultades sobresalía una cierta belleza, del estilo de las muñecas antiguas de porcelana, y un no menos extraño sentido del humor con gracejo que se complementaba con su carácter alegre y su espíritu desprendido. De los juguetes de la cercana niñez solo conservó el sonajero que madrina puso junto a la cuna el día de su bautismo, en la santa iglesia catedral por supuesto, y una cinta roja que usaba para recoger los hilos delicados de sus cabellos lacios. Otros juguetes fueron para ella pasión de horas y ocasión de enfados después del rancio gozo.

         El sonajero era su concha de mar. Lo hacía gemir o cantar, llorar o hablar, según el postín de su estado de ánimo y lograba arrancarle el sonido deseado a través de movimientos usuales  y de palabras pueriles.

         Le trataba con suma ternura, impropia de una niña supuestamente acomplejada, y atendía en claves de pura romántica esa esbeltez de quince años tontos, más parecidos a un remilgo adelantado que a un proyecto de mujer. Sonajero en mano oía las rumias de la mar, los caracoles de las ventoleras lejanas, la música de un concierto en Praga o una parábola. Una parábola en el hebreo de la época por un Cristo real que ella entendía. Sabía leer las notas del diario de Colón en sus travesías o los discursos de los sabios griegos con la misma facilidad que atendía las clases de su señorita o del profesor ronco de literatura.

         Jamás confesó sus descubrimientos hasta que en desagravio a otra de sus travesuras de estudios, (aquel día de su comentario en clase sobre la necesidad de asignársele un pupitre para ella sola abonando su precio), se atrevió a aprovechar la tarima para reconocerse prodigiosa y proponer experimentar, no sin saña, un número especial y único que haría las delicias de los asistentes y supondría el más grande de los hechos ocurridos en la historia de aquel colegio y de aquella ciudad.

         Reprobada por algunos, aceptada por otros y agnósticos todos al milagrito, resolvieron con voto secreto acceder a  la propuesta circense entre dudas, abucheos y aplausos ( los menos), para la improvisada actriz, más acostumbrada a las notas de horror y despecho.

         La función comenzaba. Mónica hizo atenuar la luz que se metía por los ventanales, juntó las manos como en un ritual de muerte, solicitó un silencio sepulcral, agachó levemente la cabeza, cerró los ojos y ante la atención de todos y el pavor de muchos, anunció recorrer campos de batalla trasladándose a la segunda guerra mundial. Cuando pasaron unos minutos de trágica y sorda expectación, meció con estrépito su sonajero y, en un estruendo de cuadrafonía, se oyeron en la clase bombas y fusiles, aviones y tanques de tal manera que asustaron a los  presentes sin remisión a continuar atendiendo al espectáculo. Mónica rió con fuerza una y otra vez, arrancando el miedo en la concurrencia, moviendo con coraje su sonajero, gritando, lanzando vítores de guerra, anunciando terror y destrucciones, devastación y miseria.

         Cuando despertaron de una pesadilla real los cascabeles del sonajero se perdían esparcidos por el suelo trémulo de la estancia y Mónica lloraba en un rincón con los ojos estrujados y el pelo perdido, envuelto en un montón de billetes falsos.

 

 

 

                                        Ramón Llanes 

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