RECIÉN LLEGADO.
Son cosas sencillas:
llegar, mirar el paisaje, sentarse, tomar el pulso al lugar, esperar
a las gentes, empezar a disfrutar de algo nuevo que desconoces e
iniciar el primer contacto humano para crear un sistema de
entendimiento. Al recién llegado, a quien todos atienden, el mundo
le parece más abierto, menos pequeño, comprueba que se ameniza la
vida en colores de estampas, hasta que lo notorio no sea el fracaso.
De donde vino, horadado en semblantes de siempre, hecho al monótono
horizonte de todos los días, sin sobrepasar la somnolencia de la
desidia, con los ojos ya cansados de tiempo y con ganas por estrenar,
le somete el trajín a un estruendo de sones que jamás se callan. Es
posible que sea la ciudad con sus servidumbres y sus contrastes,
también con su amanecer lácteo y sus emisiones de esperanzas. A
veces hay trabajo de figurines otras de paseantes y las más de
observadores, posiblemente sea la ciudad.
Quienes no llegan se
pierden las rutas y no la trastean y no la disfrutan. Por otras
partes, que no sea la ciudad, a veces no se distingue donde empieza y
termina el encanto porque es conformidad de a diario y otras veces se
pierde el contacto con la altura, con la prisa, con el valor del
tiempo. Pero basta con llegar y esperar que se te sucedan los
principios e hierva el entusiasmo, entresacar luego la búsqueda del
templete, el lugar de la oratoria, la calle abarrotada, los misterios
de quien vende, de quien compra, de quien anda, de quien mendiga.
Basta con estar y perderse para atesorar la delicadeza que guarda ir
a la par de los acontecimientos y salirles al paso y entender que son
las pequeñas pasiones que enciende la ciudad. Esta ciudad nuestra o
la otra, todas las ciudades; basta con comprender que esto también
es vida, aunque no se vea el campo ni se oigan palomas al amanecer.
Es posible que sea la ciudad quien invita con este vademécum de
ofertas a distinguir prisa de tranquilidad y empuje de desaliento.
Ramón Llanes.
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