SI
SE CALLA EL CANTOR.
El
amanecer viene al mundo sin desprecio. El cantor bosteza, atenuando
la milagrería del alba, es boquerón el tiempo en sus manos, es
fraile de clausura el primer brillo. Los gordinflones patos de la
débil laguna han dicho que no son amaneceres como los de antes; de
qué poco se quejan, qué mísero es el espacio. A ellos no les
llegan las quimeras del cantor.
Traspasar
el límite de lo útil lleva a la locura y en tal tarea anda el
tríptico amanecer, a tres bandas como mínimo, enjaulado en roquedos
y navíos, compuesto para el baile de los mosquitos y fielmente
interesado en el comportamiento de balsa, que cae, sin caer, al
precipicio de la noche de ayer en un despiste de su tiempo. Hace
rubio el cabello, más rubio. Era sabido: el yodo, la cadencia del
sol, la mar salada, los potingues. Y perdió la morenez en un verano
de lobo antes siquiera que el cantor desoyera la plática del profeta
a las puertas de la discoteca de la playa. Antes incluso de la salida
del tercio primero de la tarde. Y se iba rizada y cómoda. Han venido
a verte los jarrones del patio, las macetas de la ventana del norte,
los sapillos de la charca grande, el pinzón del árbol nuevo, el
estercolero de la bahía. Hace burbujas el cantor, entretenido en
rabietas y griteríos, aquel “solo” le halaga en la aventura, se
recrea en sí mismo con la pantalla del amanecer detrás para el
escenario; lo han visto también reptar en sendas de papel, comiendo
frutas de invernadero, besarse con las palomas del parque y sucumbir
al calor. Esta vez no son las hormigas, es la miel, culpable. Solo
sobra el cantor.
Vanidad
aparte, el horno no estaba para bollos y ha sonado el aviso traidor
que le requiere a su oficio. ¡Vaya, vaya!. Hará de todo menos lo
suyo y los lastimeros que aún le creen, izan pancartas de gloria a
un barro hecho migas que ni para un pastel sirve. Lo suyo es el
canto, la mensajería del canto, la tonada, el pentagrama. Se troncha
como hoja, en el paso del querubín platónico que no entiende de
escolanías pero es capaz de retarle porque el cantor se ha vuelto
místico y sudoroso, pierde la vena de arte en la pasividad, en el
andén del berrido.
Es
obligatorio el cantor, hacen falta el primer y último brillo del
amanecer, que no desaparezca el tren en la salida, que haya sapos de
andamios y mosquitos de charca, que sea cualquier cosa un tenor, en
memez, acrobacia, chulería o pena. Y que el humo siga reptando
anoviado por las paredes del crepúsculo pero que el cantor haya
atendido al ruego de los serenos y ponga ritmo, voz y pecho en la
sala contigua al día, sin callar.
Ramón
Llanes
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