EL
VIAJERO
La añoranza de aquel pasado ruidoso
me lleva a cualquier Lunes de los años cincuenta. Soñar con el tren es vivir a
codo un largo camino con recoveras, levantarse antes que el alba, llegar a la
estación de «allá
abajo» y disponerse a ser viajero romántico para recorrer Huelva en busca tal vez de unos
zapatos o con la fiel idea de perder un dolor de muelas.
Había de ser sólo el Lunes, que así
lo establecieron las normas y así protegidos de
pirita cualquier minero al precio de una peseta y
media podía aventurarse a pasar de la mina a la
mar o a la gloria.
A los chiquillos nos gustaba el viaje. Las correrías
por el tren, el olor fuerte del humo negro y sobre todo el trasbordo del muelle
de Corrales hasta la ciudad en una vieja canoa. Desde
aquella primera singladura me soñé marinero que nunca fui; al cabo de la calle
seguía siendo el trueno del barreno, el olor del azufre y las escorias, los elementos que me hacían volver a mi querencia.
El
tren de los vagones grises recogedor de tantos soñadores sólo me concedía la dicha de una gloria;
después Fuentesalada quedaría tan lejos y la mar tan perdida que sólo los
esfuerzos de la memoria me la traían a casa al anochecer.
Disfrutábamos los chiquillos, perseguíamos en la
ría los simulados bahules que eran boyas y veíamos
por vez primera la parsimonia de las inquietas
gaviotas. Nosotros estábamos en otra costumbre:
el jilguero, chamarices, todo lo más la tórtola,
pero jamás podíamos describir una gaviota. El tren nos
enseñó las pocas cosas de una marea que entonces podíamos contar y nos hizo
viajeros en un tiempo de quietud.
Tal vez con el tren y la canoa se nos agigantaron las ansias de mundo,
tal vez el carbón, el maquinista, el
guardafrenos y la locomotora nos pusieron un alfiler en las manos y se
nos abrió la voluntad por otros horizontes.
En
la añoranza, amado tren, te escribo recordándote.
rllanes.
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