Sin excepción, los movimientos que surten de vida a la marisma son todos creados bajo el fango gremial del agua, con la viveza de los contraluces y la complejidad de los esteros; un mundo inaccesible, inquieto, exuberante y rico en vida. Las aves, los peces, los gusanos del fondo, la flora adjunta al humedal, la salubridad penetrante, los vicios del ámbito en toda la armonía esplendorosa, imposible de ser observada en su plenitud.
Despacio, entre calma y calma, el vigor de la naturaleza va imprimiendo cualidad y desenfado a los habitantes privilegiados que inundan de belleza el paso de los tiempos. Sin embargo su libertad consiste en su predisposición constante a la supervivencia, sin un descuido que aparte del médano la ilusión por conservar la vida. Algo así como los animales de tierra adentro, como los humanos, que simplifican los fines a la tenencia del aire y se autoestiman para la consecución del libre pensamiento desde la libertad que sueñan. Los humanos aparentan la mayor osadía del aguacero, de la insistencia; los pájaros vuelan haciendo cálculos, al mismo tiempo; los humanos hacen los cálculos antes de andar y se visten de soldados y de vulgaridad y de miedo y despiertan la pollería del nidal de la marisma y asustan aliados de paraíso hasta pretender aniquilarlos.
La tarde ha tornado en rojo su azul primigenio y los pececillos de la más cercana charca se trinchan de sosiego debajo de las algas protectoras; los flamencos se cuentan aventuras y buscan alimentos. La vida se va poniendo oscura desde el cielo y cada cual buscará el cobijo ideal para la dormida, como la luz, como la tierra misma. En tal simbiosis no participan los humanos, no les está permitido.
Qué invento más excitante circunda, a modo de esteros, la paz de los hombres de esta parte de tierra tan generosa. Qué paisaje tan único nos custodia.
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