ABUELOS.
Hace poco, en un
arcén de una carretera cualquiera aparecía un viejo con cara de alegría
esperando a una familia que nunca llegó. En un asilo de cercanía, honroso y
noble hasta más no poder, dejaba su último suspiro el más anciano de la
comunidad, cumplidos los ciento cuatro y leyendo sin gafas y utilizando la
memoria como su mejor recurso, pero se tuvo que ir, por imperio de la ley
natural. Ayer supe que Rita se estremecía en las soledades de su casa y quiso
desaparecer de soslayo, como había sido su designio. Dicen que se le fue la
cabeza, -enfermedad muy en uso-, a Lola la grande, señora de poco más de
setenta que llevaba para adelante 8 hijos suyos, los nietos de rigor y los
parásitos de siempre que buscaban el puchero y el cariño y que tenían con Lola
la grande. Y resulta que también está en las últimas.
Y luego
dicen que solo se van los buenos y que los malos se meriendan aquí todos los
calendarios. Y se oye que la justicia no otorga valor a la humildad y al amor y
también se oye que la justicia no tiene que ver con todo esto. Pero los abuelos
se rinden antes de tiempo en el primer hospital, en un asilo luminoso, en el
geriátrico de moda, en el banco de enfrente de casa, en el casino o en ningún
sitio; se rinden sencillamente porque las cosas no están para batallas o porque
intuyen carencias.
Y me
llega que a los ochenta se le ocurrió a Lozano comprar unos libros en setiembre
para matricularse en Historia y lo ha hecho con las agallas de un chaval y ahí
está peleándose con los apuntes e intentando sacar pecho y memoria suficientes
como para alcanzar su meta.
Y me
temo que miles de historias de este tipo son comentarios de día en día por
estas laderas de nuestra sociedad, en donde la culpa de lo peor la tiene Dios y
de lo mejor, nosotros. Y otros piensan que Dios no se mete en estas cosas.
Ramón Llanes
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