LA SOLEDAD SIEMPRE TIENE HUECOS
LIBRES
(Primer Premio de Certamen de Relatos Cortos para Personas Mayores
de Radio Nacional de España y Caixa. Recibido en Zaragoza
el día 19 de junio de 2019).
Sucedió como suceden las cosas que
carecen de importancia: un día nacer, al otro día vivir y morir al cabo de un
rato más con un poco de memoria, pensamientos en desuso, algunos deseos sin
acabar y acaso sin saber presumir de haber vivido, exactamente como suceden las
cosas que carecen de importancia.
Tuvimos la osadía de cumplir años, a
destajo, apasionadamente, como si con ello pudiéramos alcanzar los horizontes o
los sueños, pendientes de la luminosidad del sendero y de la exuberancia del
amor; nadie nos avisó del peligro de llegar tan alto y todos nos imitaron en
este impulsivo desliz donde nos parieron sorpresas amables, derrotas, culpas,
entremeses y variantes que no habían sido llamadas ni vienen al caso.
En una reunión de taberna, una mañana
limpia de abril se nos ocurrió entretenernos en parar el tiempo. Acordamos
inutilizar todos los relojes que tuviéramos, como primera tarea para vencerlo;
algunos aludieron que parando los relojes no se paraba el tiempo, que los
relojes solo son medidores de tiempo. Queríamos demostrarnos la capacidad de
rebeldía que nos quedaba. Ir a contracorriente -como nunca-, deshacer los
métodos, aniquilar los sistemas y ofrecer un panorama más romántico, hecho de
forma artesanal, a nuestro modo, con toda la versatilidad de nosotros mismos
como seres inconformes.
Era una ficción alegórica, el tiempo
debía dejar de tener referencia en nuestro sentido de vida, éramos nosotros
quienes debíamos convencernos de la necesidad de una independencia de la
temporalidad, no podía dominarnos el tiempo, ya habíamos cursado éxito en mil
envites, solo nos quedaba el último peldaño. Todos lo hicimos, todos rompimos
los relojes que nos marcaban las pautas, rompimos el reloj de la torre, el de
la estación, el reloj del casino, los relojes digitales de los ordenadores
fueron rotos de manera precisa por uno de nuestros nietos, el reloj del
microondas, el de la mesilla de noche, rompimos todos los relojes que
encontramos.
Al día siguiente no era día
siguiente, no había transcurrido tiempo alguno pero volvimos a vernos en el
mismo lugar desprovistos de horario, llevábamos la misma ropa, el mismo bastón,
idéntica gorra y una condición inequívoca de auténtica complicidad reflejada en
la sonrisa burlona de siete octogenarios que, con la pretensión de hacer
desaparecer el tiempo, cumplían el deber de la travesura, como medio para
llegar a ningún sitio, con la única excusa de la diversión.
El tiempo se nos paró, dejamos de envejecer,
perdimos nociones de la edad y seguimos jugando la partida sin tener conciencia
exacta de las consecuencias; nunca más volvimos a mirar el reloj y jamás nos
acordamos de la memoria, habíamos conseguido una libertad diseñada, libre de
cánones, imposiciones, mítines y medicamentos. Aquello que un día llamamos
tiempo se alió con nosotros y ahora forma parte de nuestra utilidad. Alguien
antes nos estaba engañando.
Ya no existe el tiempo en nuestras
vidas, suponemos que han pasado mil años y continuamos mirándonos con la
parsimonia de la calma, somos la antítesis de la edad, jugamos a divertirnos,
usamos el mismo bastón y cenamos todas las noches. Los otros -la familia-, se
marcharon –creemos- y nos dejaron con
esta armonía de falta de tiempo en una etérea nebulosa del sueño.
Somos los mismos, siete ancianos casi
sin nombre, nos reímos y gozamos, pero nunca tenemos prisa para disfrutar,
cantar o enfurecernos, se nos acabaron las citas, perdimos los trenes, nos
olvidamos de dormir; nos dejaron solos, sin abrazos, sin halagos, sin vejez. No
fue buena idea, tendremos que inventar algo para dejar de ser esclavos del destiempo.
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