ALBERTO, EL POETA.
Su
despacho conserva el olor de lo antiguo, la mesa es caoba vieja, la lámpara
parece hecha de cuentas de cristal violetas y blancas, a la espalda una gran
librería ordenadamente repleta de libros, dos sillas de piel y madera tallada,
un reloj de estuche imitando vejez, un diploma de 1962 premio escolar a sus
méritos, aprovechamiento y ejemplaridad; en la pared algunos cuadros y detalles
personales, unas altas cortinas color malva con visillos blancos, todo a juego
con la lámpara o viceversa, una cajita con rotuladores indelebles, varias
plumas, unas gafas sobre el tapete y un cuaderno de cuadrículas donde escribió
este relato.
Se le echó la tarde encima, desocupó el sillón, cerró los
ojos y le dio por pensar en el poema de amor que nunca escribiría y se metió de
lleno en la boca de la noche.
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