Las pocas ilusiones que albergara para llegar a ser rey se me han disipado hace unos días vista la elección de Felipe para el cargo, en ese entramado prosaico tan aceptado y tan rechazado por los propios poseedores del poder que no somos otros que quienes nos merendamos el pastel sin apenas enterarnos de nuestra propia realidad. Sin importarme en exceso el acierto de la elección, hice mis cábalas, -tiempo atrás-, por si un acaso se me concediera la imposible misión de reinar en un país donde me siento más ciudadano que regidor. Reinar en casa y en mi vida es más complicado porque te creas una dependencia obsesiva, corresponde enseñar a los niños a jugar, enseñar las reglas, abrir la conciencia, compartir los niveles egregios de la tolerancia y practicar soberanamente el amor entre todos los miembros de la familia. Reinar en vida propia es más delicado aunque más honroso.
Corona
Y pensar a quiénes elegiría como compañeros en la tarea de reinar un país no me supondría un problema serio porque me llevaría a las cortes del reino a los pequeños que se entretienen en ternuras y a los grandes que saben de venencia y soledades, fácil.
Como proyecto de futuro podría valer; aquello de la presencia dinástica en la historia, las relaciones internacionales o la importancia de llevar una corona con toda la dignidad, ciertamente engancha. Pero la imposibilidad de establecer contactos de afecto con quien te apetezca, la esclavitud a la institución monárquica, la mirada siempre puesta en el mandato de los dirigentes, la acción de poder siempre dirigida sin un atisbo de rebeldía, la incomodidad de pertenecer a una casta alabada por unos y desahuciada por otros, una lata.
Seguir reinando en lo propio de cada uno con las zapatillas a mano, la bata de los sábados por la tarde, la libertad de elegir compañeros de viaje, las mañanas de artesanía de la madera,los ratos de música, los placeres a pie de foros temáticos con la amistad siempre de por medio, la franqueza en todo aquello que se haya de decir, (sin tener que vivir en ocultismo), los ojos siempre cercanos a la sensación que produce el horizonte más emocionante, la complicidad tácita en el respeto, la insolencia de poder seguir escribiendo poemas de amor e incluso el entusiasmo de mantener la fragancia de la unión con los míos; ni por todo el oro el mundo renunciaría a este deber tan sencillo, ameno y apasionante de reinar, con todos, en la armonía de mi casa y de mi vida.
Ramón Llanes