JUEVES,
MÁS ABRIL.
Parecía
un sueño. Luís leyó su discurso con la maestría de un experto en
letras, líricamente emocionado cada vez que las palabras le
recordaban su trayectoria personal en aquel moderno centro
universitario donde tuvo la suerte de conocer a sus amigos que, hoy
con él, se graduaban en la Licenciatura de Derecho. En el Salón de
Actos, rebosando de esa felicidad ingenua que conceden los pocos
años, estaban premiándole por el mejor expediente del curso. El
Rector le puso el halago a las lágrimas entusiasmadas de sus padres,
a las miradas cómplices de sus diecinueve compañeros, e hizo
templar el auditorio al concederle la distinción de una Beca
especial para ampliar sus estudios en el extranjero. Para Luís
parecía un sueño y era un sueño.
Se
acercaba la hora de finalizar tan solemne ceremonia con el gaudeamus
que simboliza el fin y el comienzo en todos los eventos importantes
de la Universidad. Al día siguiente la madre colgaría el Diploma en
su habitación, dormiría hasta el mediodía y volvería a echar
cervezas por un tubo en el bar de su amigo, para continuar
sobreviviendo.
Fue,
sin embargo, una mañana distinta cuando las primeras luces del alba
le cosquillearon los ojos y despertó sobresaltado. Miró la hora y
buscó el título, lo acarició, lo enrolló con sumo cuidado, lo ató
con la misma cinta roja y, sin apenas arreglarse, se metió en la
frescura del día corriendo en el asfalto hacia ninguna parte o hacia
todas las partes que habían configurado su triunfo. Brindó por sus
amigos y por él mismo al pasar por la puerta del bar donde hacía de
camarero todas las noches, luego el colegio de primaria donde recordó
a quienes se quedaron cortos en esfuerzos, más tarde el instituto,
aquel profesor de Literatura tan bohemio, la calle de sus paseos
matinales, los bancos de sus escarceos amorosos, las palmeras, el
rictus armónico de su ciudad envuelta en ruidos, la tienda del pan,
la plaza de sus juegos.
Jueves,
más abril, pensó mientras corría con desmesura hacia el agua,
hacia el lugar inverosímil donde se juntan la realidad y los sueños,
hacia su ría amada, puente y corazón de tantas inquietudes
conseguidas. Llegó al tiempo que las gaviotas ponían una cadencia
usual al paisaje, entró en la tibieza del agua pisando con mimo la
balaustrada de fango que protege la bajamar, colocó sus rodillas en
un suelo de tierra-mar acrisolado y tenue, bebió del cuenco de sus
manos aquella pócima emblemática y enterró en la orilla su
honorífica titulación tributando a su tierra-mar su mayor
agradecimiento.
Era
jueves ese día, un jueves de julio pero “los jueves son siempre
más abril”, recordó haber escrito en su cuaderno de apuntes en la
primera clase de su primer curso.
Ramón
Llanes. 22-10-06.
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