LAURA.
Caídas todas las hojas del árbol,
desnudo, propicio a que el viento le quite la savia de soñar y vivir, que el
otoño le arranque las miserias, que no le quepa una mirada, un halago, un
hastío; jalde su cuerpo intrépido a intemperies hambrientas. Los árboles no
tienen ahora tiempo para la esperanza, se pierden en flemas de descuido, ni van
ni vienen ni se acercan ni gritan ni estiman.
Están los hombres como los árboles, los
niños son su propio juguete hasta que la hora de sorpresas suba jardín arriba
por el corredor de una luz despiadada. Al fondo suena el arpegio insomne de una
guitarra llamando a melancolía y mana de las nubes una lluvia carnosa.
- Laura, deja que te mime. Se te
nublan las lágrimas si te cansas
esperando tras los cristales. Esta tarde es para el otoño, él no vendrá; deja que te acaricie, deja, mi
niña, que enjuague tu pelo en ternuras, no vendrá, no vendrá.
Poco a poco un sobresalto y ¡la noche!,
con Laura en la ventana de abajo contando árboles miedosos, viendo correr las hojas
por el tejado y azuzar las ramas al cobertizo. Y Laura se miente, se esconde de
los ruidos, se estremece del silencio, no se cansa de su deseo.
- Él es como los árboles que ni van ni
vienen; como los niños sin juguetes. Has de dormir, mi niña, el otoño te ha
impedido los besos, pero el otoño trae sueños cuando lo anuncie en el jardín.
Después, las criaturas del firmamento
dejaron en nada la tarde mas no lograron apagar la esperanza de Laura.
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