DISCURSOS.
Qué
fácilmente pronunciamos en estos momentos los discursos contra la guerra, qué
propuestas tan interesantes nos inventamos contra la guerra, qué lindo es un
pensamiento rebelde contra algo que sale del poder, qué lógica es la crítica
contra la violencia y qué bien resulta, con eco, con aplausos. Cuando oímos el
halago nos sentimos mejores, como si hubiéramos cambiado el mundo solo por unos
párrafos en prensa o radio que nos acomodan en un pedestal de privilegiados.
Y cuando la guerra acabe –y ha de ser pronto- haremos
discursos sobre cómo debió hacerse, sobre los errores de la guerra, sobre las
causas, sobre la demagogia de los políticos –porque nosotros escribiendo o
hablando nunca somos demagogos-, sobre la eficacia de la guerra y muchos etcéteras.
Resultará que entre unas cosas y otras – los
antecedentes, la guerra y las consecuencias- nos llevaremos unos años más
hablando y recordando la guerra, a nadie le interesa que se termine la
conversación porque genera riqueza periodística y de debate en los foros
principalmente televisivos. Pagamos el canon de la moda y nos tragamos todos
los discursos del yo pienso, para seguir teniendo algo de qué hablar y
olvidarnos de otros menesteres.
Hoy, pues, renuncio a mi discurso sobre la teoría o la práctica
de la guerra, ni siquiera debí comenzarlo. Hoy reivindico mi derecho a estar
triste porque quiero, porque alguien a quien amo ha perdido al ser más querido dejándole
un socavón de indigencia del que le será imposible salir, porque a mi otro
amigo le tienen en observación por un problema de hígado con mala pinta, porque
la incertidumbre de esta sociedad nos mata poco a poco, porque no somos
siquiera capaces de progresar desde la armonía, porque me da la gana otorgarme
un momento de tristeza.
Perdona, amigo, no quería prepararte un discurso y al
final lo hice.
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