FLORES
EN EL LUPANAR
Llegaban
flores todos los días, las flores traían un olor fuerte a distancia
y a deseos, una carta escrita con cuido expresaba el amor en apenas
diez palabras encerradas en un secreto. Y todos los días el lupanar
olía a flores rojas, olía a mensaje de complicidad y a melodía de
pasión; se vestía de silencios y de sonrisas, como se visten los
prados, se recogían los saldos desordenados de la noche, se hacían
números esperando las horas y se atardecía con ansias.
La vida en
el lupanar no era cortejo en su esencia discreta ni era burdel en su
escalofrío, el tiempo se alimentaba de caricias, no existía la
soledad ni los compromisos, nunca llegaron a devolverse las flores ni
a ocultarse los besos. Ellas reinaban celosas, deshacían truenos y
escándalos, miraban los ojos y los cuerpos, sin ser amantes, sin
prohibición, con el descaro de la ternura; reinaban en los hombres y
en sus pensamientos hasta revolverles de placer todos los tránsitos
antes nunca vividos.
Y los hombres salían siendo dioses, de un
olimpo de estetas, desahuciados de las lacras que la vida de afuera
les dejaran en los labios y en las cicatrices; los hombres se
desfiguraban del miedo, renacían, gritaban, lloraban en otros brazos
la osadía de su desnudez y acababan implorando aquella verdad como
única, en ellos nunca habida. El lupanar fue la parte de gloria que
los solitarios encontraron y la quietud del abrazo que desearon.
La
noche del treinta cerraron las luces intermitentes del lupanar porque
los odios protestaron contra sus prácticas. Desde entonces la vida
es tal simulacro como antes, los hombres dejaron de circundar
aquellos amores y el tiempo se encargó de apagar los deseos. Las
estadísticas oficiales no han publicado si se mantuvo en aquel
ámbito idéntico grado de felicidad entre los habitantes solitarios
pero sí publicaron que todos los días llegaban flores rojas a la
puerta cerrada del lupanar.
Ramón
Llanes. (EL CAJÓN DEL SASTRE)
30
Octubre 2014
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