HUELVA, LA LUZ
Un enclave de privilegio enmarca la
totalidad de la provincia de Huelva, desde que aparece la primera duna hasta
que se esconde el último risco o desde poniente a luz o desde amanecer a ocaso.
El tono cegador de los claros del día, el reflejo, -que parece el tiempo en
volandas-, la capacidad de generar esa música calma que trae la brisa con
tantas sensaciones en el interior o la marea atlántica que acerca la mar hasta
los ojos, son cornucopias perennes en el aire que respira la hacedora luz nunca
ajena a la vida cotidiana de las callejas, las marismas, los bosques, las
minas, las gentes.
Todo es esbelto desde esta promiscuidad
de luces, todo es Sur y temple y ceremonia y solemnidad y gracia y acogimiento.
El ser humano que vigila y habita estas tierras es igual de resplandeciente que
un mediodía pleno, está honorablemente garantizado por el espacio donde
converge con el claroscuro, como dieta indeleble impuesta por la naturaleza y
afablemente asumida. Se contabilizaron el año anterior solo tres días alternos
en que el sol no acudiera a la cita por estas laderas de mar y llanuras, solo
tres días que hicieron casi crisis en la dinámica predisposición del ánimo, no
es posible soportar aquí la falta de la necesaria luz porque esta luz no es un
fragmento de la vida es un Todo indivisible. De ahí el resalte en la
imaginación, la espontaneidad, el hedonismo y la sensibilidad que definen los
principales rasgos del onubense.
Esta efigie que extiende brazos y
anhelos en la bajamar, en las cornisas de las aprendices montañas de La Sierra,
en los roquedos de El Andévalo, en la planicie de la campiña, en los viñedos de
El Condado, en la soñolienta envergadura de las arenas que circundan y protegen
su epidermis, en los esteros, en la ría, en los patios de todas las tardes de
abril, en los sentimientos de todo cuanto ser se mueve en este lar de
claridades, esta efigie no es una sorpresa, que es una constante.
Es Onuba tan esplendorosa como antigua,
tan vital como fronteriza, tan abierta como libre. Con sus baños de luz se
dispensa el medicamento para el bienestar, hoy y mañana y en todos los futuros
que puedan acercarse a la tierra que nos ocupa la mayor de las veces algo más
que las esperanzas. Fácil resulta adaptarse, más fácil es vivir. Decimos en
refrán que en Huelva se entra llorando y de Huelva se sale llorando, en clara
referencia, a la incertidumbre que supone arribar a tierra extraña, a un lugar
casi perdido en el sur del sur y a esa fuerza de enganche que ejercen los
valores hasta parecer imposible desarraigarse de ella. Una explicación
sentimental pero real.
Huelva capital es la madre grande, la
surtidora más amable del emblema que advierte el tiempo en la larga historia; a
ella vienen los propósitos y las esperanzas, a quedarse, a atesorar los esfuerzos;
a la madre grande se viene a la búsqueda del calor de lo institucional y a
fundir abrazos inquietos en esa parsimonia pasional que es la vida en una
ciudad de sur con el entusiasmo entrando por la ventana desesperadamente.
Luego la dinastía descubridora que a
tanto rango llegara. Dentro, eternizado, Juan Ramón Jiménez, con su Moguer, su
Platero y con todos nosotros admirándole. Advierten las minas un pasado
industrial inigualable, el jamón acierta en cada boca, el marisco es referencia
de exquisitez, los vinos en cosechas interminables, el horizonte aún sin
cerrarse y el fandango en la sentencia y en melancolía. Están hechos los seres
de aquí solo con luz, agua y tierra; es un lugar para ser y una consigna para
diseñar la vida con el apego a tales elementos naturales y fijarla definitivamente con los versos de
Juan Ramón: “la luz con el tiempo dentro”. Es así la vida.
Ramón Llanes.
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