De
esos atardeceres sometidos a un tiempo surgen los límpidos ocasos,
de esos que remedian no se sabe cuántas locuras. Mirábamos el sol
correr por las llanuras de la mar, aterido de cansancio, sin prisa ni
ganas de llegada, sin agonía escrita ni parsimonia flemática;
mirábamos las últimas tendencias de la tarde, eran miradas de culto
que no emitían más que sorpresas de admiración por tanta belleza y
mirábamos los minúsculos riscos de la playa defenderse de la
primera oscuridad y hasta nos mirábamos nosotros desde el placer.
Acontece
el ocaso diversificado en la teoría de la naturaleza, corresponde
marcharse y poner un punto y seguido al ciclo, ha sido un día, han
sido horas de tarea preciada calentando esferas húmedas, criptas
barrocas de iglesias solitarias, ha dejado en el suelo los alimentos
para el espíritu. El sol, que es la luz al por mayor, no simula
tanta riqueza, la extiende y la regala.
Aún
en el prodigar de la dormida, los reflejos mimarán las crestas altas
de los árboles, de los edificios altos, de los altos pensamientos,
hasta darles las cuantas perlas que son necesarias para la
prolongación de los efectos de la luz a pesar del ocaso. Ni nosotros
ni la tierra entendemos al ocaso.
Creeremos
que cada pérdida de la luz habrá de ser un sufrimiento o que no
debería tener fecha de caducidad esta vigencia. Mas la noche no
entorpece la vida, que la hace a otro antojo, que la remansa y la
descansa, que la divierte en tono negro y luces inventadas. Esta
historia de emblemas de universo acapara una atención plácida, de
plácidos humanos que se han puesto a mirar y mirarse en la emoción
de un precioso ocaso.
Ramón
Llanes 6.9.2014
Publicado en diariodehuelva.es
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