Recurriremos
a la historia desde nuestra globalidad que es el “ser” para
acercarnos a nuestras interioridades que son los méritos, puros o
mezclados con emociones, que han sido capaces de proveernos la
sonrisa, la palabra, el verso, la pasión, el deseo, la causa, el
enfado o la soberbia. Desde el mismo sitio de estar, con el tiempo
apegado a los recuerdos, con la luz influyendo los sentidos, con la
miseria perdida por la perdida lucidez, desde ese mismo sitio, desde
donde se concretan las locuras, apareció en la historia a la que
recurrimos el detalle copioso del “mecenazgo”, ni cada vez más
ido ni cada tiempo menos ausente; proclive, atento, fiel y versátil
este detalle nunca nuevo siempre positivo y siempre esperado.
Representado
históricamente como una forma importante del sostenimiento y
patrocinio de la producción artística en general y literaria en
particular, permitiendo así el desarrollo de obras que tal vez
muchas de ellas jamás hubiesen podido orientarse en la circulación
mercantil. Durante el Renacimiento fue una práctica extendida y
familias como los Médici proporcionaron sustento a muchos de los
artistas más destacados de su época.
Prolijo
ha sido el trato dado al mecenas en la literatura y extensa la lista
del anecdotario. Mantiene el autor germano-italiano Etore Chibellino
que Johann Wolfgang Goethe mantuvo una relación amorosa que se
denominó “amor prohibido”, con su mecenas la duquesa Ana Amalia.
También se destaca el anonimato de estos mecenas en la mayoría de
las ocasiones, figurando a veces solo las iniciales. Y ya más
reciente la importante labor de mecenazgo llevaba a cabo por el
catedrático de derecho Teodulfo Lagunero, quien fue llamado “el
mecenas rojo” en referencia a su vinculación y patrocinio a poetas
y escritores como Neruda, Gala, Alberti, Cela, Miguel Asturias, etc.
Figura
esta inventada por Cayo Cilnio Mecenas, consejero de César Augusto
en la Roma del Imperio, como fórmula para otorgar generosa
protección a los artistas que formaban aquella ingente corte tan
sutil a lo que fuere núcleo o parte de la cultura, convirtiendo
desde entonces el arte en algo más que un adorno y elevando a nivel
de público y universal cada manifestación artística. Nació así
la institución del mecenazgo con rango de término lingüístico
ocupando su lugar en el diccionario y alentándose como figura que
venía a llenar un vacío y a resolver muchas incertidumbres.
Con
el mecenazgo se alcanza una protección de la obra y un desarrollo
general con capacidad para sobrevivir después a los distintos
avatares, porque la obra se hace pública, se inserta en la sociedad
y se sostiene a través de la copropiedad social y sobre todo de la
admiración, hasta alcanzar ser patrimonio colectivo ya
indestructible. De la primera cuita al último párrafo, al penúltimo
sentimiento, a la más oculta de las verdades, todo tendría cabida
en el libro y el libro tendría hueco en las manos y la memoria
tendría sitio en el estante y, al fin, el estante tendría sabiduría
en la historia. Es la evolución del pensamiento en un cauce más,
propiciado por el sistema y extendido a los tiempos.
Este
Mecenas romano quizá nunca tuviera merced, importancia o notoriedad
y nos llegó, bondadoso y virtual al día de hoy que en un rincón de
la vieja Onuba, flanqueado por la custodia verde del pinar y abiertos
a las palabras, formamos el privilegiado mundo de los asistentes a la
entrega del IV Premio Onuba de novela, a donde llegaron más de
setenta obras a buscar mecenas para extender ese pensamiento íntimo
del escritor por toda la marisma, por todo el humedal, por los
líquenes, por las hojas del agua, por las inmensas solanas de este
tiempo y por la seriedad de quienes beberemos una historia hasta
hacerla tan nuestra que nadie alcance, siquiera mágicamente, a
desprenderla de nuestro conocimiento. Nosotros somos los únicos
seres privilegiados de este mundo de seis mil millones de almas. Solo
nosotros. Y asistimos para que el mecenas renazca con pulso de la
eterna Roma y se inculque en este mantel. Es el resultado; es la idea
realizada, la configuración de un elemento diferenciador nacido
desde la rebeldía, el valor, la lucha, el inconformismo y, sobre
todo, la pasión.
En
esa simbiosis que conforman mecenazgo y pasión nos encontramos en
esta hora, con la protección hecha a la manija de la Editorial que
se erige en protectora del pensamiento para convertirlo en letra
escrita, en libro, en elemento de cultura y en patrimonio. El
mecenazgo ha derivado en los últimos tiempos a instituciones y
entidades pero esta editorial hace su raya en el agua, se salta la
comodidad y le imprime el viejo carácter de personal, como hicieran
los Médeci, significando en Manolo Ortega este prodigio de apuesta
por los autores menos favorecidos.
Pero
no solo mecenazgo identifica esta relación incendiaria de Ortega, no
solo convocar, seleccionar, leer, distinguir y publicar. También,
implicar, divulgar, acoger, comprometerse, emocionar y magnificar el
resultado. Y esto es pasión. Entusiasmo adherido al esfuerzo, al
desvelo, a la osadía, es pasión. Y pasión es el libro, con su
papel impreso, con sus páginas inmaculadas, con sus pensamientos
diversificados; y pasión es la máquina que imprime, el hombre que
revisa, la hora que lo permite, la complicidad que se aumenta, el
agobio que se atrasa, la pérdida del sueño. Pasión, mucha pasión
es este momento en que se trae al autor, al jurado, a los medios, a
los amigos, a los poetas, a este lugar insólito y cálido que es el
Rancho Grande de nuestras cuitas literarias desde hace algunos años
y la Editorial Onuba, que es cúmulo de miles de letras escrituradas
en un solo nombre denominado pasionalmente Manolo Ortega, aquí en la
noche del 31 de octubre para corroborar el más escogido y original
de los mecenazgos y la más contundente idea de pasión. Todo en esta
retahíla de descritas sensaciones, por bien nuestro, de la cultura,
del patrimonio, de la idea, del pensamiento, de la voluntad y de la
vida.
Ramón
Llanes.
Huelva
31-10-08.
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