SUEÑOS DE LA TIERRA MÍA
Soñar
lo que ahora escribo solo me ha costado unos pensamientos, ni posición siquiera
de dormido ni actitud extraña ni sonámbulo, solo concentración intensa hasta
que lo deseado y lo soñado coincidieran en un punto de realidad no inventada.
Ha sido fácil porque no he soñado imposibles, más bien he puesto nombre o
adjetivo a una retahíla de sentimientos que han permanecido en mi lealtad desde
los primeros albores de mi llegada al sentido común y a la inteligencia.
Mi tierra está en la línea viva de esta
especial conspiración contra los horrores del olvido. Ella y yo -y toda la
suculencia humana que la distingue-, hacemos cábalas del recitar diario a que
nos conduce la insolencia de vivir parejos al derribo, poco a poco, de los medios,
los elementos y la identidad sin que alguien fuera de nuestro contexto haya
apostado por nuestros sueños. Olvidados pero no vencidos, hasta saber existir
sin apenas una mirada de consuelo o apoyo, sin apenas la traída de un gozo a
este páramo pleno de riqueza, privilegiado y enhiesto, colmado de lo natural y
alcancía de lo espiritual.
Y los sueños son todos de mina, de
ruidos barreneros, de máquinas en estado febril comiéndose los riscos; los
sueños son de esperanzas, de filones y galerías cultivando el alma misma de la
tierra, de negrura al atardecer en los rostros manchados de los hombres después
del tajo, de empujes a las locomotoras, de paseo las tardes de domingo con la
tarea hecha; sueños de casino y fútbol, de día del pago y de veladas sofocantes
sin prisas para el baile. No son sueños de nostalgia, son sueños de futuro, de
renacer, de salir de las listas del paro, de noviazgo y de tesón. Son los
sueños de un interminable número de ciudadanos ambiciosos por este pequeño
placer de volver a lo nuestro, para abrir y cerrar cada día la cancela del
trabajo y que la “baca” ponga banda
sonora a la mina.
No son sueños imposibles, son deseos
controlados por la cordura y la ansiedad; deseos que la tierra mía escribe en
su diario como pidiendo la necesidad de un nuevo cuento, deseos al amparo de un
mandato constitucional que esta funesta manera de cultivar la tutela a los
hombres de aquí, ha olvidado.
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