LA
LLUVIA DESEADA Se
abrieron los cielos como
una espuerta grande y dejaron caer las copiosas ensenadas de
agua que guardaran sus
nubes en paño de oro; los
campos empezaron a oler a tierra mojada, las
jaras emprestaron su magia a
los eriales sabios de la solana, el
tiempo se puso lánguido y las personas se encerraron en
la calidez de la casa hasta que pasara la sonoridad del
trueno y dejara la tormenta los signos nuevos de
su reflexión cíclica. Vimos
el agua en la piedras y
en las ramas quedas de los árboles, las
correntías dominaron el prepucio del arado; empezaba
a tener vigencia el invierno con
la exuberancia de líquenes y
la mudanza del calor de los riscos que había esperado mojarse
en una obsesión de placer; es
el invierno, el impulso más genuino, las
más soberana procesión de enseres del tiempo. El
agua en su comodidad de reventarse en los aires y
acariciar los palmos secos de
la tierra en un amoroso encuentro. Mirábamos
llover y cantábamos al llover como
inquietos niños que observan por vez primera una tarde tibia. Al
resguardo de la paz, en un cesto de hogares de
aperos de seres, los humedales de afuera se hicieron ritos
en la sucursal del adentro. El
invierno había aparecido en plenitud. Vendrán
las aves a los charcos, a beberse los reflejos, a
trincharse de risas, a olisquear el agua y a zambullirse con sentido. Los
cauces altos, los ríos corriendo, la
sed apagada, las tierras empapadas; un
silencio de perlitas en los majuelos, una
lombriz en la tana, la vida en su sitio. Y
luego la prosa a ponerle metáforas a las trochas y
a los terrones en un ritual de emociones que
se someten a ser tiernamente capturadas en
este leve ágora del tiempo que
es un solsticio agnóstico al paraíso perdido. Hoy
venderemos con la palabra toda la fragancia que
dejara en el alma de la tierra la
deseada lluvia. Ramón
Llanes
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