CRÓNICAS
DE LA VEGA LARGA
En la paralela del río, en su bajada del
norte, cuando llegara a esteros que parecieran dibujados en el agua, se hacía
presente en su izquierda natural la esbeltez de la Vega Larga que hasta la
misma entraña céntrica de la ciudad Onuba se asomara, con su recuerdo
desbrozado y sus germinados soles en cabestrillo de la dinámica de la cuenca
que marcara la consigna de continuar hasta las ubres de la mar, allá donde los
dos río –Odiel y Tinto- son un abrazo.
Luego, que la Vega Larga ha seguido
respirando la vida húmeda de su puerto, del olor a marisma y de los condumios
de labranza, legumbres y hortalizas, que dieran otro alimento a la marinería en
sus vueltas a tierra. De la bulla inquieta de las mañanas de mercado y vocerío
de pescas y subastas; de la recogida de quienes se quitaran los sueños en la
omnipresencia del tugurio donde se componían amistades entre copas; de aquel
carro que frenara, de aquella bocina que llamara a brega y de los “monturios”
de sal, al frente, como un avispero blanco, observando con placer y templanza
las jugarretas del tiempo.
Desde antes del otero, desde mucho antes
de la margen que cuida la insolencia del río, existe una conspiración egregia y
no escrita entre la fuerza de las aguas que bajan y la prestancia de los
cabezos que la dejan pasar. Complicidad de gigantes, de médanos, de garcillas,
de espátulas, de juncos y jaguarzos que sellan un esplendor de paisaje para
embelesar.
Parecería un rumor durmiente de Vega
Larga y sus crisoles, que traerlos sonara a nostalgia y guardarlos fuera olvido
pero a nada de ello es llamada la palabra más que a enriquecer el sonido
inequívoco de una ciudad que se entretiene en vivir, con estos adorables
perejiles.
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