JUAN.
Conozco a un Juan con pelo
castaño, entrado en edad, rechoncho y bonachón que suele hacer las delicias de
los amigos. El fútbol es una de sus pasiones ilimitadas y se busca tiempo y
lugar para verse al menos tres durante los fines de semana. Es hombre apacible,
comilón y siempre con sueño; juega su quiniela y se hace castillos en el aire
antes de mirarla los domingos por la noche; y a pesar de su actitud amable y
benevolente pierde los nervios cuando no gana su equipo.
Conozco
a otro Juan totalmente ido y ajeno a la farándula de esta vida, romántico,
liberal o anárquico, que viste siempre chaqueta negra y parece un observador de
la Vía Láctea. Este pasa de fútbol, quinielas, televisión y coche; es feliz con
un libro y fuma en pipa; pasea por las tardes como queriendo bebérselas por
completo, pero no soporta que su compañera de vida se cambie continuamente de
peinado y le suele montar el guirigay.
Otro
de los Juanes que conozco trabaja desde la aurora hasta el ocaso, es servicial
y atento, agradable y educado; estudió el bachiller con buen expediente pero se
quedó en el negocio de su padre. Siempre se le ve con prisas, alternando su
tarea con la presidencia de la Asociación cultural que con cierta dignidad y
tesón lleva desde hace años. Es un Juan con alma de líder y mirada alta, que,
sin embargo se altera en exceso cuando las cosas no le salen del todo bien.
Hay
otro Juan, travieso y pertinaz, pintoresco y libre que saca de quicio al más
“pintao” por su reticente discusión sobre temas insignificantes. No es muy dado
al trabajo pero tiene suerte y la vida le va bien. Es de esos hombres a quien
se le nota tanto la felicidad como la tristeza. Dentro de su ánimo sosegado no
soporta los días de lluvia y vocifera con vehemencia sin importarle el lugar.
Hay y
existen muchos Juanes, que ni siquiera han oído hablar de la luna llena y que
se cabrean por la nada. Juanes y Manolos y Pepes y Domingos y Marias y Carmelas
y Rosarios. E incluso son felices.
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