RAMÓN LLANES

BLOG DE ARTE Y LITERATURA

viernes, 18 de enero de 2019

EL ESPEJO


EL ESPEJO

 

 

         Lo hacía a diario, todas las mañanas. Una luz del este se le colaba transparente por el hueco largo del ventanuco y le iluminaba el espejo para poder mirarse a placer, con una coquetería única solo en los momentos de intimidad; el espejo y ella, los dos, quietos, mirándose en un denso tiempo de complacencia, gustándose y sonriéndose en la loca complicidad, ambos, altivos, sobrados de halagos, quietos, aguantando la escena, amarrándola a la luz, los dos, en un deseo de integrarse, en una seducción comprometida.

         El diario fue obsesión, para los dos, para ella como imagen, para el espejo como observador. Luego, todos los días muchas veces, todas las veces, el espejo esperaba la imagen, ella esperaba ser observada. No se veía, no se miraba, el pensamiento era una obsesión por ser observada en la mínima distancia que separa la realidad de lo imposible. Todos los días, a todas las horas, los dos, en la creencia placentera de la luz, los dos, quedaban absortos, sin miedo a defraudarse. En los comienzos, ella sonreía, luego, sin decisión previa, se necesitaba en el espejo; su encanto diario se iniciaba en el ritual de su mirada.

         El tres de enero no entró la luz del este por la ventana, la niebla le pudo; ella se miró veces y veces hasta no encontrarse, el espejo no consentía imagen alguna, el espejo dejó de observar, parecía una cita a ciegas, así muchas veces, todo el día de aquel tres de enero, frío, intratable. No se echó a la calle, no consiguió su cura de orgullo y prefirió dormirse de nuevo en su columpio de inseguridades. Y cada poco tiempo se asomaba desconfiada a la luz del espejo, sin éxito; éste, recubierto de niebla, no le reflejaba en su dominio. Y lloraba, con impotencia, con rabia.

         Los días siguientes el espejo permaneció inmune al desconsuelo hasta diez mañanas más. En el undécimo trago, ella compareció ante el espejo con talla de humildad, limpió de un trazo manual la niebla y el espejo le inyectó en su imagen la imagen de un gato. Todo el día estuvo el gato en el interior del espejo, en el interior de ella, soportando pensamientos, imaginando ideas, maldiciendo. Al día siguiente el espejo le enseñó la cara de una vieja mujer llena de tristeza, con una sonrisa; aquella mirada fija de la mujer le desorientó y no fue capaz de descifrar el enigma. El espejo quería decirle algo que ella no comprendía y se mordió los ojos de desencanto.

         En el amanecer tardío de otra jornada, al mirarse, el espejo era un trozo negro de carmín extendido hasta sus rincones. De nuevo se sumió en un llanto temblón con somnolencia. Estuvo días y días perdida en depresión de sesión continua, desasistiéndose de vivir, con un miedo febril hasta en los sobacos. Así permaneció casi treinta días, en su descolor del tiempo, olvidada del ambiente de coquetería y estímulos. Pasado febrero volvió a descubrirse en cuerpo y alma ante la majestuosidad de su espejo, como una niña buscara su primero beso; la efigie del espejo colgado estaba torcida, uno de los cáncamos había caído al suelo y en el espejo estaba dibujado el esquema blanco del lavabo, con detalles de limpieza. Decidió olvidarse de ella en su espejo, decidió ser quien fuera antes de descubrirse en la imagen y buscó alegrías, sofocos, alientos, buscó un mundo crecido en otras siluetas.

         Con el otoño le llegaron ansias, se descolgó de la insidia, del desconcierto, se descolgó definitivamente del espejo y se enamoró, decididamente, se enamoró hasta la inconsciencia. Y fue feliz un tiempo largo y útil.

         Su mismo hogar le acogió la nueva etapa de vida. Y al cabo de meses olvidada de mirarse y de ser observada, ya, quizá, no resentida en dolor y curada del agobio de su espejo, se acercó con sana curiosidad al sitio donde lo dejó colgado y el espejo había desaparecido sin dejar huellas de rotura ni cáncamos; desapareció, como la luz en aquellas mañanas de niebla.

 

 
         Ramón Llanes

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