EL ESPEJO
Lo
hacía a diario, todas las mañanas. Una luz del este se le colaba transparente
por el hueco largo del ventanuco y le iluminaba el espejo para poder mirarse a
placer, con una coquetería única solo en los momentos de intimidad; el espejo y
ella, los dos, quietos, mirándose en un denso tiempo de complacencia,
gustándose y sonriéndose en la loca complicidad, ambos, altivos, sobrados de
halagos, quietos, aguantando la escena, amarrándola a la luz, los dos, en un
deseo de integrarse, en una seducción comprometida.
El diario fue obsesión, para los dos,
para ella como imagen, para el espejo como observador. Luego, todos los días
muchas veces, todas las veces, el espejo esperaba la imagen, ella esperaba ser
observada. No se veía, no se miraba, el pensamiento era una obsesión por ser
observada en la mínima distancia que separa la realidad de lo imposible. Todos
los días, a todas las horas, los dos, en la creencia placentera de la luz, los
dos, quedaban absortos, sin miedo a defraudarse. En los comienzos, ella
sonreía, luego, sin decisión previa, se necesitaba en el espejo; su encanto
diario se iniciaba en el ritual de su mirada.
El tres de enero no entró la luz del este
por la ventana, la niebla le pudo; ella se miró veces y veces hasta no encontrarse,
el espejo no consentía imagen alguna, el espejo dejó de observar, parecía una
cita a ciegas, así muchas veces, todo el día de aquel tres de enero, frío,
intratable. No se echó a la calle, no consiguió su cura de orgullo y prefirió
dormirse de nuevo en su columpio de inseguridades. Y cada poco tiempo se
asomaba desconfiada a la luz del espejo, sin éxito; éste, recubierto de niebla,
no le reflejaba en su dominio. Y lloraba, con impotencia, con rabia.
Los días siguientes el espejo
permaneció inmune al desconsuelo hasta diez mañanas más. En el undécimo trago,
ella compareció ante el espejo con talla de humildad, limpió de un trazo manual
la niebla y el espejo le inyectó en su imagen la imagen de un gato. Todo el día
estuvo el gato en el interior del espejo, en el interior de ella, soportando
pensamientos, imaginando ideas, maldiciendo. Al día siguiente el espejo le
enseñó la cara de una vieja mujer llena de tristeza, con una sonrisa; aquella
mirada fija de la mujer le desorientó y no fue capaz de descifrar el enigma. El
espejo quería decirle algo que ella no comprendía y se mordió los ojos de
desencanto.
En el amanecer tardío de otra jornada,
al mirarse, el espejo era un trozo negro de carmín extendido hasta sus
rincones. De nuevo se sumió en un llanto temblón con somnolencia. Estuvo días y
días perdida en depresión de sesión continua, desasistiéndose de vivir, con un
miedo febril hasta en los sobacos. Así permaneció casi treinta días, en su
descolor del tiempo, olvidada del ambiente de coquetería y estímulos. Pasado
febrero volvió a descubrirse en cuerpo y alma ante la majestuosidad de su
espejo, como una niña buscara su primero beso; la efigie del espejo colgado
estaba torcida, uno de los cáncamos había caído al suelo y en el espejo estaba
dibujado el esquema blanco del lavabo, con detalles de limpieza. Decidió
olvidarse de ella en su espejo, decidió ser quien fuera antes de descubrirse en
la imagen y buscó alegrías, sofocos, alientos, buscó un mundo crecido en otras
siluetas.
Con el otoño le llegaron ansias, se
descolgó de la insidia, del desconcierto, se descolgó definitivamente del
espejo y se enamoró, decididamente, se enamoró hasta la inconsciencia. Y fue
feliz un tiempo largo y útil.
Su mismo hogar le acogió la nueva etapa
de vida. Y al cabo de meses olvidada de mirarse y de ser observada, ya, quizá,
no resentida en dolor y curada del agobio de su espejo, se acercó con sana
curiosidad al sitio donde lo dejó colgado y el espejo había desaparecido sin
dejar huellas de rotura ni cáncamos; desapareció, como la luz en aquellas
mañanas de niebla.
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