EL
PATIO.
Es
jueves en toda la ciudad que el tiempo no hace altos para celebraciones de
terraza, rulos y rimel de droguería. Eso, jueves sin remedio, para Petra,
Tomás, Lelo y Paca, jueves para todos, sin saber que la espera no tiene nombre
de hembra ni es un vozarrón quien la anuncia. Al poco de las once se abre el
patio a la fragancia de los vecinos, aún no hierve la olla, canta el jilguero
harto de presidio, suena en la radio una canción de Peret, el gato invita a la
destreza y los geranios, como si nada, secos. Pasta, toda; frescachona la
Petra, dormilón el Lelo, tumbao Tomás y lenta la Paca, un cuadro, un cuadro más
quieto que la lavadora, el último enjuague se fue por la cañería antes del
invierno. Es mejor lavar a mano, dice Paca; a mano tranquila, de mes a mes una
y por vergüenza, más que por ganas.
Los
cuatro vecinos no tienen edad para vaguezas ni paro que les dure un siglo pero
cualquier chapucillo alivia el puchero, no se necesita tanto para estar
pendientes de la vida, a ellos les va que la vida les mime. A los treinta y
tantos de cada uno -las mujeres aún conservan la dignidad suficiente como para
quitarse alguno-, las metas están cumplidas y todo se resume al trajín del
patio, elemento común que las dos parejas conservan como oro en paño, dentro de
sus posibilidades (entiéndase ganas) para tenerlo como mesa, comedor, mentidero
y, a veces, dormitorio (también común). A poco de las once le llega turno de
patio al cincuenta por ciento de la población y entran en escena de bata Paca y
Petra, cubo va fregona viene, pilistra, babuchas y conversación, a medio pulmón,
que los reyes sueñan cosas mejores y practican el saludable don del descanso
para no estrenar los músculos que aún permanecen intactos en el cuerpo, como
también gran parte del cerebro, así, sin gastar, con gallardía y honra.
Conversación en el patio con radio y pájaro amordazados; Petra, triste como las
magnolias; Paca bostezando humo, otro cuadro. Por la puerta de atrás aparece
Lelo, tiritando de hambre, no tiene fuerzas para tiritar de otra cosa,
levantando las manos en señal de ayuda y abriendo la boca como los lobos; se
restriega los ojos con parsimonia, hace como que se limpia las legañas, dice
buenos días y cae sentado en el banco del patio, es un decir, porque parece que
se desmaya; queda inconsciente treinta minutos, treinta minutos que le come
terreno al sueño y se libera de maquinar para tener la obligación de engullir
algo que sirva para engañar al hambre. Sentado de tal manera pide agua y un
cafelito y le cae un “ve tú” que le tiembla el cogote, se amedrenta y corrige
la petición haciéndose el dormido. A la escena Tomás, descalzo de pies y manos,
tarareando “el probe Migué”; llega al cónclave como si trajera todas las
soluciones en la memoria y los reúne con animación junto a las flores; todos
acuden y en un santiamén de quince minutos la concurrencia presenta quorum
suficiente como para oír y callar que es lo máximo que se pide. Tomás propone
montar un cuadro flamenco entre los cuatro para chuparse el verano correteando
ferias a poco más que lo necesario para viaje, merienda, cena y almuerzo, que a
dormir ya ayuda el destino.
Se
levanta la sesión -que no ellos- con consenso, acuerdan ensayar siempre por las
tardes para no estropear las mañanas de sueño, alquilarán trajes de gitana con
peineta y caireles, una guitarra, dos panderetas y un tambor de muchos rocíos.
Cuatro sevillanas por aquí, dos rumbitas, y como palo fuerte el Lelo por
fandangos, que los aprendió durante su estancia en Alemania en un tablao. Ahí
queda eso, el cuadro, con telarañas y sin “arcayatas”, cuatro barandas que
intentan perder la vida por esos andurriales de Dios, jarguíos y trapalones
pero con una miaja de arte por esos cuerpos. Aquí, el cuadro flamenco, “El
Patio”.
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