ONUBA.
Navegábamos
desde mar abierto hasta las estribaciones que la tierra ofrece, guiados por la
luz blanca de un faro lejano; antes de la última singladura se nos abrió la
margen izquierda y la mar nos descubrió el estuario buscado, donde desembocaban
dos ríos que llenaban de esteros los lados, con islas y recodos de agua. El
capitán nos alertó de aquel descubrimiento insólito, nos asomamos desde proa al
entorno húmedo, solo el rumor del poco viento, el bullir de las gaviotas y la
ilusión de la llegada nos despertó del inquieto sueño.
Quién,
abriendo escotillas pudo decidir de aquel paraíso o quién estuviera antes que
nosotros habitando tales médanos, será remontarse irreparablemente a los sitios
de la historia, ponerle sobrenombre y hálito para desentumecer tal vez aquellas
emociones.
Habíamos
arribado a la tierra de tartessos y la pisamos con el máximo respeto, buscando
huellas y memorias que de tantas casi no supimos elegir. El lugar tenía el
nombre escrito en el recuerdo, las aguas acariciaban mansas las orillas, las
miradas acosaban el paisaje. Alguien gritó ¡Onuba¡ desde el mástil y todo
comenzó a hacerse, hasta que decidimos quedarnos al abrigo de la belleza y de
la ría.
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