QUIJOTE.
Es año señalado por el tiempo para ocuparnos de la celebridad que ha
supuesto la lectura del Quijote en toda esta historia más grande o más menuda
de nuestra patria común. Me enseñaron en la escuela los ingleses a leerlo y no
pude entenderlo del todo, casi llegó a aburrirme tanto libro cervantino, tanta
importancia y tanto Sancho con cara de botarate. Estos dos personajes nos
trajeron a las manos un mundo ficticio, imposible de remendar a nuestra
costumbre. Estábamos ensimismados, ya digo, en la lujuria y el boato de los
ingleses, mientras ellos obligaban en esta y otras literaturas. Aquello se
convirtió para niños de mi edad en un trajín de fútbol, ingleses y Quijote.
Algo de todo se nos quedaría, ahora que lo pienso, o quizá todo o del todo la
parte más ingenua.
Se me viene a la memoria la incomprensión de la lectura hasta que se me
metían los relatos por las inseguridades y a Sancho recurría para limitar el
sofoco o la cordura. Allá, por la mina, el personal dedicaba su tiempo a trabajar
mucho y aprender lo preciso, viviendo de Sancho más de las veces y de Quijote
los más idos. Me quedé con la copla de las preferencias de la gente o de la
simulación que algún otro practicara en su escondite para no ser Quijote,
estaba mal visto. También ahora; ¿dónde están los quijotillos de esta era?. No
los encuentro, no encuentro quien no sepa de hipotecas, mapas, rentas,
alquileres y vicios. No están, se quedaron en la lumbre del tiempo, en la melancolía.
Y nos hacen la falta que los dioses, que los alimentos, que la vida; más que el
subsidio del paro y que la subida de los intereses, y tanta falta que las
flores.
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